La necesidad de la mentira

Cuando pienso en mi primer matrimonio me pregunto cómo pude ser tan loca. Estaba muy segura de mis actos, cuando era una ingenua de tomo y lomo, que sellé con mi marido un pacto de mutua sinceridad. Nos casamos a los veinte años, con el fin de marchar del pueblo a inscribirnos en la Universidad de Valencia. Era una época de contestación juvenil, de feminismo y de liberalización sexual. Nos parecía que el mundo iba a cambiar, y que las parejas dejarían de casarse en medio de la hipocresía.
Los dos nos sentíamos completamente distintos. Recuerdo las noches enteras pasadas contándonos, sin ninguna piedad, hasta el más mínimo detalle de nuestras vidas, de nuestros deseos y de nuestras pasiones. Hablando de los aspectos peores de nuestros caracteres, siempre dispuestos a modificarlos.
Este juego, que nos parecía tan extraordinario, se vino abajo a los tres años. Cuando una noche él me confesó que deseaba a otra; y yo, que me moría de dolor y me negaba a confesárselo, decidí acostarme con otro. Era un amigo nuestro americano que siempre hablaba de practicar en su matrimonio el intercambio de parejas.
Y una noche me encontré con él. Yo le dije la verdad de todo lo que sentía delante de nuestro amigo, el cual trataba de desdramatizar la situación. Se dirigió a mi marido diciendo que debía comprender los mecanismos de nuestra atracción, que había adivinado lo que estaba ocurriendo entre nosotros; pero que prefería que no se repitiera. Acabó la cosa a golpes. Y pensar que nos sentíamos tan distintos, tan orgulloso de la diferencia que nos alejaba de los demás.
Eramos dos ilusos, que no fuimos capaces de mantener la relación más de tres años. Además, él se enamoró de una chica dulce y callada y, sin decir nada, se fue de casa. Le volví a ver siete años después, mientras tramitábamos el divorcio. Me pareció un extraño. También ese tiempo me había bastado para secar las heridas.
Desde entonces he mantenido varias historias, casi siempre con extranjeros que llegan a la universidad con bolsas de estudios. Y siempre me he mostrado muy activa. Eran hombres que en seguida tomaban un avión y desparecían de mi vida. Con ellos disfruté de una relación muy lujuriosa y poco afectiva.
Hablábamos de todo menos de mí misma y, a veces, me preguntaba si llegaría a ser capaz de construirme una relación estable y madura. La respuesta la hallé en la persona de Julio, con el que organizaba unas folladas de antología. Hasta realizamos el intercambio de parejas...
Aquella tarde, como resultaba lógico en unos folladores, los cuatro aceptamos el desafío del intercambio con una sonrisa, degustando por anticipado de lo que iba a suponer mi cuarta experiencia de este tipo. Pronto nos quedamos desnudos, y en el ambiente se olfateó la tensión de los grandes momentos.
Lucía fue la primera que rompió la nerviosa inquietud: adelantó dos pasos, cogió los testículos de Julio, y comenzó a acariciarlos; a la vez, fue regalada con una mamada de tetas. Entonces, Rafael me tomó a mí por la cintura y me titiló el clítoris con la mano izquierda. La diestra se la reservó para mis pezones, dedicándolos el mismo tratamiento que un molinillo erótico.
Al cabo de unos minutos, era tanto el fuego que emanaban nuestros cuerpos lanzados al intercambio, que las mujeres tomamos la iniciativa: chupando los genitales; y cuando adquirieron su mayor erección, seguimos mamando incansablemente.
De repente. Rafael se inclinó sobre mi golosa boca, y me besó con gran intensidad; al mismo tiempo, se ganó un sitio entre mis piernas, forzándomelas con las suyas a que las abriera. Y descendió la diestra hasta mi coño, para aplicarme un masaje violento.
A mí me dolió un poco, pero sentí que todo mi cuerpo se incendiaba de deseo. Y le devolví el beso con todo mi ardor, lengua sobre lengua... Entonces, dejó sus manos libres, y me rodeó el cuello con sus brazos; mientras, se servía de la otra mano para magrearme el trasero, buscando camino hacia la entrada de mi ano.
Yo levanté las piernas, apoyándolas en la cintura masculina. De esta forma su dedo penetró con espasmódicos movimientos, siempre empujando un poco más en mi interior.
Su diestra me siguió trabajando, manteniendo la misma dureza; y su poderoso índice recorrió toda la extensión de mis grandes labios, para hundirse en mi coño.
Ya me encontraba completamente encharcada, debido a que el placer que me provocaban la dos penetraciones era algo realmente inolvidable, exquisito, superior... Después, él dejó de utilizar la mano derecha, y cogió su erecta polla, con la que dio varias pasadas por mis hinchados labios mayores, para terminar apoyándola en mi clítoris.
Noté cómo dos pequeños orgasmos me venían en sucesión, y me inundó el salvaje deseo de tenerla toda dentro. No dudé en suplicarlo al oído:
—¡Fóllame, Rafael, fóllame!
Pero él no me hizo caso. Prefirió meterse entre mis piernas, y abrirme las carnes. Y otra vez empleó el índice, por atrás, dentro de mí, bombeándome con gran maestría... ¡Una locura!
Me noté volar; pero mis reflejos apenas me alcanzaron para seguir respirando, entre cortadamente, debido a que los pequeños orgasmos me ahogaban de placer y me sumían en un estado de dejar hacer...
Cuando me vi, finalmente, penetrada, advertí la existencia de una nueva fuerza, que me permitió responder al ritmo del bombeo que me imponía aquel macho. Toda su polla se deslizó en mi interior, y mis músculos vaginales se estrecharon para sentirla entera.
Mientras tanto, como se encontraba tan mojada, Lucía se detuvo unos instantes, y mi novio sacó la picha para secarla un poco. Decisión ésta que sirvió, al repetirse la penetración, para que ella estallase en un goce indecible, que se prolongó a la vez que él iba en busca de su propio goce.
La esposa de Rafael se agitó desesperadamente, queriendo alcanzar el orgasmo con Julio. Así sucedió. Por eso algo empezó a formarse en la espina dorsal femenina: una sensación que le recorrió el cuerpo por entero. Y él debió notar lo mismo, aunque sus propios estremecimientos no se conectaban con los de ella. Pero sí volvieron a ir juntos, estrechamente unidos al encuentro del más enorme placer.
Sería imposible calcular cuántos segundos tardamos los cuatro en saborear la mágica explosión de los orgasmos; pero sí estuvimos seguros de que marchábamos al unísono. Y yo noté cómo el glande de Rafael, en mi interior, se inflaba para lanzar el chorro de semen, por lo que me apreté más a él, causándome dolor en la entrada del coño; sin embargo, fue este un daño que necesitaba crecer más y más.
La explosión de ambos, simultánea, casi nos dejó sin respiración. Lo que no impidió que, durante varios minutos, siguiéramos moviendo los cuerpos al ritmo del bombeo, cada vez más lento, hasta que, con una penetración final, yo soporté todo el peso de él encima de mi cuerpo, y me agradó muchísimo; luego, la respiración entrecortada, junto a mi oído, y los pequeños besos en mis orejas, me aplacaron un poco.
Los cuatro nos tendimos de espaldas. Y las mujeres nos inclinamos espontáneamente en busca de los cuerpos masculinos, que cubrimos de besos, desde los pelos del pecho, bajando por los estómagos, y perdiéndonos en las metas públicas para beber con nuestros labios las gotas de semen de los glandes. Dulces caricias de auténtica pasión.
Seguidamente, Rafael me abrazó estrechamente. Y así volvimos al trajín de la follada... Al mismo tiempo, Lucía tomaba en su boca la verga incandescente de mi novio, y con la otra mano le toqueteaba los testículos y las nalgas. A la vez, él se cuidaba de titilarla deliciosamente.
Para entonces yo sentía mi chocho bañado con el caldillo del orgasmo; y, muy pronto, Rafael vertió en mi boca un chorro de esperma, que no pude engullir del todo, por eso se me salió por las comisuras de los labios. Tenía un gusto agradable aquella leche de hombre.
Para todos se produjo un explosivo orgasmo. Y la última, que fui yo, lo obtuve simultáneamente con mi macho. Entonces, las mujeres fuimos invitadas a que nos tumbásemos. Para que ellos nos bebieran los coños como si fueran oseznos golosos que hubieran descubierto un panal libre de abejas.
Luego, dieron rienda suelta a sus imaginaciones, para componer todas esas fabulosas combinaciones que aparecen en las columnas de los templos hindúes: Rafael me sodomizó a mí, comiéndose el coño de Lucía; mientras, ésta hacía otro tanto con la polla de mi novio.
Resultó algo parecido al ajuste de unos módulos capaces de componer cien figuras distintas, sin que en ninguna de ellas faltara el motivo principal de la obra artística: la lujuria en la que no había amos, ni siervos, porque los participantes nos hallábamos entregados al delirio de los sentidos.
Finalmente, llegó el amor y me volví a casar. Elegí a Julio. Me atrajo por su frescura de espíritu, y por el hecho de que sabía tomar la vida siempre por el lado positivo. Además, me admiraba enormemente el amor que sentía por su hija que vivía con nosotros.
Ahora comprendo que contarse todo en un sentido absoluto, aún dentro de un matrimonio feliz, resulta una locura imperdonable. Julio y yo nos profesamos un gran respeto en la mayoría de las cuestiones de la mutua convivencia, y procuramos no herirnos con nuestras viejas historias. Yo tengo mis pequeños secretos; por ejemplo, nunca le he contado lo feliz y satisfecha sexualmente que me siento con él. Tampoco le he dicho todavía que deseo tener un hijo suyo. Prefiero que Julio vaya sintiendo, poco a poco, la misma necesidad. Y aunque nunca hemos hablado de ello, estoy convencida de que esto sucederá algún día... ¡Ojalá que sea pronto!
Me disponía a cerrar aquí el relato; pero, de pronto, me ha asaltado la idea de que acaso no haya quedado lo suficientemente clara la utilidad de la mentira. En un concepto humanista, ésta se halla respaldada por la realidad. Es lo que se llama «mentira piadosa» o «verdad a medias», cuando se entiende que la comunicación del secreto que no se confía al marido va a servir para mantener la solidez del matrimonio.
Como no soy perfecta, ni mucho menos, en ocasiones me encuentro que estoy a punto de llamar a mi marido con el nombre de otro —hago mis pinitos con algún hombre que me gusta, aunque sólo han sido dos o tres en este período—. Pero como mi conversación amorosa suele ser susurrante, un beso rápido o un abrazo me sirven para salvar el escollo surgido en el camino. Entiendo la vida como una navegación en un río de aguas turbulentas, dentro de una embarcación algo frágil y de timón duro. El primer naufragio casi mortal, como ese que me llevó al divorcio, supuso para mí la lección más contundente. Aprendí en mis propias carnes, y me he colocado esa serie de defensas que acabo de describir.
No me atrevo a aconsejarselo a nadie abiertamente; sin embargo, espero encontrar un poco de comprensión. El simple hecho de escribir mi experiencia ya me lo proporciona... ¡Gracias por haber creado esta web, que aunque esté dedicada a las líneas eróticas, también deja un espacio para los Relatos!
Paloma, Valencia.
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