Prueba de fuego

Cuando alguien me habló de aquella productora de cine-porno y de que estaban buscando hombres para sus filmes eróticos, me olvidé de todos mis prejuicios profesionales y me dirigí como un rayo hacia las oficinas. Todo sería mejor que sufrir un desahucio por falta de pago.

Para darme más ánimos, mientras esperaba en la salita a que me recibieran, me recordé a mí mismo que soy un cachondo integral, que sólo pienso en acostarme con las mujeres que caen en mis redes y que, por tanto, tampoco lo iba a pasar muy mal haciendo ese trabajito, además de cobrar un buen dinero.

A los pocos minutos de esperar, la recepcionista —que era vieja y poco atractiva— me dijo que podía pasar a ver al director. Y mi sorpresa fue grande al comprobar que el tal «director» era una joven preciosa, a pesar de sus grandes gafas de intelectual.

Me miró de arriba a abajo desde detrás de la mesa de su despacho y no me hizo ninguna indicación para que me sentara.

— Así que usted quiere trabajar para nosotros —comentó, como hablando con ella misma y sin dejar de observarme— ¿Sabe qué clase de trabajo es?

La verdad es que me sentía cohibido al tener que abordar aquel tema tan crudo con una mujer. Pero no me quedaba otro remedio.

—Sí —repuse—. Ya me han explicado...

Ella, seria y casi altiva, se mostraba muy segura de sí misma. Más que yo, desde luego.

—Son películas pornográficas de sexo extremo —aclaró, mirándome directamente a los ojos— Lo que quiere decir que tendría usted que fotografiarse completamente desnudo y realizando los actos amorosos que requiera el guion

—Sí, claro —acepté, como un tonto.

—¿Lo ha hecho antes alguna vez?

—¿El amor?

—Películas de este tipo.

—¡Ah!... No, no... Sería la primera vez. Pero le aseguro que tengo experiencia en el tema y sabré cómo comportarme.

—No lo dudo —comentó ella, haciendo más intensa su observación—. Realmente, es usted un hombre interesante y supongo que tendrá siempre mujeres dispuestas a acostarse con usted. Sin embargo, aquí se requieren condiciones especiales. Esto es un trabajo, y no un acto de placer.

—¿A qué se refiere?

—Hay tres cosas fundamentales. Primera: ¿Usted necesita mucha preparación para ponerse «en forma»?

Me animé con aquella primera condición. Y se lo dije muy claro:

—Yo me paso el día «en forma», señorita. Le aseguro que me basta con lo más mínimo. En eso no tendría problema.

—El asunto es importante para nosotros —comentó ella, en plan profesional—, porque un hombre que tiene problemas de erección puede retrasar el rodaje y hacer perder mucho tiempo. Y el equipo técnico y los otros actores cobran. ¿Me comprende?

—Sí, sí, desde luego. Pero ya le digo...

—No es suficiente con que me lo asegure. Tengo que comprobarlo. ¿Está usted ahora excitado, ereccionado?

—Pues..., no.

Ella dio un empujón a su silla, apartándola de la mesa. Cruzó sus bonitas piernas, cubiertas por azuladas medias, y me dijo:

—Puede tocarme. Quiero saber si eso le excita y cuánto tiempo tarda en estar listo para hacer el amor.

La verdad, esa invitación en otras circunstancias me hubiera hecho ir hacia ella y comérmela. Pero así, tan fríamente, cuando lo que me jugaba era el dinero para pagar el alquiler de mi apartamiento, me resultó violento.

—¡Vamos! —apremió, ante mi vacilación.

Di la vuelta a la mesa y me acerqué a donde ella, sentada, me observaba como a una rata de laboratorio. Alargué mi mano hasta rozarle la blusita blanca y me creí en la obligación de justificarme:

—Con usted, todo será muy fácil... Es muy bonita y me gusta.

—Las chicas que trabajan en las películas son más jóvenes y más bonitas.

Dejé resbalar una mano dentro de su escote y tropecé con sus suaves pechos y empecé a sentirme excitado.

—No creo que tengan unas tetas así —alabé, sincero.

Ella se dejó desabrochar y abrí la blusa hasta verlas completamente. Tenía un cuerpo blanco y sedoso, donde destacaban los puntos oscuros de sus pezones.

Apreté mi mano sobre aquel pecho tentador mientras ella abría las piernas y me dejaba ver las braguitas.

—Puede tocarme donde quiera. No esté cohibido. Yo ya había perdido la timidez. Sólo estaba caliente y dispuesto a todo.

—Si quiere saberlo —le dije, mientras llevaba su mano a su entrepierna—. ya estoy «en forma» para lo que sea.

Pero ella insistió:

—Siga. Necesito una erección total, al máximo.

Como lo que me ordenaba no era precisamente desagradable, comencé a acariciarla arriba y abajo sin que ella parpadease, ni acusara ningún tipo excitación. Se despojó de la blusa y se puso en pie para que yo pudiera abrazarla.

Lo que hice es lo que estaba deseando hacer desde que comenzó aquella deliciosa prueba: Agachar a morderle los pezones, que me obsesionaban, mientras mantenía una mano hurgándole bajo la braguita, entre sus pelitos húmedos y calientes.

Ella alargó entonces una mano hacia mi bragueta y tanteó por encima del pantalón las condiciones en las que se encontraba mi pene. Y apretó sus dedos para comprobar su dureza.

—Ya veo que está completamente excitado —murmuró, como el médico que examina el estado de un apéndice—. Ahora, falta la segunda condición.

Yo ya no podía resistir más. Lo quería todo. Y empecé a bajarle la braga y las medias, mientras decía, casi sin voz:

—¡Pídame lo que quiera!

—Pues quiero que siga usted. Yo le voy a ir pidiendo cosas y usted me obedecerá. Y trataré de provocar su eyaculación por todos los medios. ¡Pero usted no puede correrse!

—¿Cómo dice? —pregunté, asombrado.

La directora me miró seriamente a los ojos y me explicó:

—Si usted realiza un coito con una de nuestras chicas, no puede dejarse llevar por la pasión. Nosotros no le pagamos para que goce de una mujer, sino para que realice un trabajo rentable.

-—Lo comprendo, pero...

—¡No hay excusas! —me cortó ella—. Imagínese que comenzamos la escena, que usted la introduce en el cuerpo de la chica y las cámaras comienzan a fotografiar. Ese acto amoroso ha de durar a los ojos del espectador y ha de realizarse de muchas formas excitantes. Si usted eyacula a los pocos momentos, toda la producción ha de detenerse y esperar a que usted esté de nuevo en condiciones de proseguir la escena. ¡Ruinoso!

—Sí, pero... —balbuceé, desconcertado—, hay cosas que no pueden evitarse, ¿no cree?

—No, señor. No lo creo. Un actor se debe a su trabajo, y no a sus pasiones. Por tanto, exigimos que nuestros hombres posean la suficiente capacidad de contención para mantenerse erectos y no eyacular. Todo es cuestión de autodominio, de concentración en el trabajo.

Yo estaba como un tonto, abrazado a ella y aún con mi mano metida en su entrepierna. No sabía que hacer, ni qué decir.

Ella me preguntó:

—¿Se cree capacitado para dominarse?

Era mi dinero, que tanto necesitaba.

—Lo intentaré —dije, no muy convencido.

—Entonces, adelante.

Y me desabrochó los pantalones y metió su mano en busca de mi miembro, que no había perdido erección por aquel corte disquisitorio.

—Ya veo que mantiene su fortaleza —comentó, acariciándolo—. Eso es lo que debe procurarse: Siempre en forma», aunque haya interrupciones. ¡Vamos, levántame la falda!

La obedecí, pensando que aquello iba a ser más difícil de lo que había pensado en un principio. Cuando vi su precioso cuerpo desnudo, creí que no podría contenerme. Pero aquella mujer empezaba a dominarme. Me desnudó, recreándose en acariciarme las tetillas —uno de mis puntos débiles— y en restregar su dulce triangulito peludo por mis nalgas.

—Siéntese en la mesa —me ordenó.

Ella se metió entre mis piernas y me empujó hasta que apoyé la espalda en el frío cristal. Y se echó encima, aprisionando mi pene anhelante entre los globos suaves de su pechos. Así empezó a moverse, masturbándome deliciosamente, mientras gemía, apasionada de pronto:

—¿Sabes que me gusta sentir tu cosa dura entre mis tetitas?... Y frotarle así los pezones...

Me sentí morir. Notaba que todo mi organismo, al borde de su resistencia erótica, pugnaba por romper en una eyaculación gozosa. Pero eso no era posible. Y cerré los ojos y comencé a pensar en mi casero y en su violenta visita de hace dos días.

—¡Si no me paga usted el sábado, ya puede ir haciendo las maletas! Me importa poco si tiene problemas, o no. ¡Yo también los tengo!

Su recuerdo hizo enfriar mis maravillosas sensaciones. Hasta llegué a temer por un momento que mi pene se encogiera o se ablandara.

Pero no hubo tiempo de eso porque «la directora» se había dejado escurrir hacia el suelo y su boca había llegado frente a mi maltrecho miembro, que estaba sufriendo las consecuencias de las subidas y bajadas de excitación.

—Y me gusta lamerlo —decía ella, alargando su lengua hacia mi rojo bálamo para acariciarlo con suaves golpes.

Aquello empezaba a ser demasiado. Su aliento cálido, sus lengüetazos sabios, me estaban llevando de nuevo al borde del orgasmo. Sobre todo cuando, con un gemido desgarrado, abrió sus labios y absorbió materialmente medio pene dentro de su boca.

La impresión de placer fue tan grande, que casi lancé una maldición al sentir que perdía el control de mis sensaciones. Y me agarré desesperadamente al borde de la mesa, mientras pensaba con fuerza en el día que falleció mi madre. Reconstruí con desesperación la escena en mi cerebro. Traté de ver a mi padre llorando, a mis hermanos pequeños acurrucados en un rincón del comedor, deshechos en lágrimas... Forcé mi mente hasta que el cadáver amortajado de mi madre ocupó todo mi cerebro.

Y ella seguía chupando con deleite y manoseando mis testículos con una mano.

Era un suplicio terrible. ¡Un martirio a lengüetazos!

Pero, cuando empezaba a perder la esperanza de resistir ella abandonó mi pene, se irguió y se puso de espaldas contra mí, apretándome con su culo suave y blando.

—¿Nunca lo ha hecho así? —me preguntó, con voz excitada, mientras se restregaba contra mi sufrido miembro—. Por detrás... pero de verdad. Por el otro agujerito pequeño... Intenta meterla...

Y con su mano a la espalda, me enfilaba el pene hacia el lugar indicado. Yo di un par de empujones pero, claro, aquello no podía entrar así.

—En esta postura —le dije—, no puedo. No entraría.

—No importa —suspiraba ella, agitadísima—. Empuja... Así también me das mucho gusto.

Repetí mis impulsos con suavidad, para no hacerme daño y para que la excitación no se me contagiase de nuevo.

De pronto, ella se agachó, acercando el sillón y subiéndose en él a cuatro patas.

—Así sí podrás —me. dijo—. ¡Vamos! ¡Métela desgraciao!

Y me ofrecía sus nalgas abiertas y trémulas.

Yo estaba al borde del infarto. Comprendí que, si intentaba la penetración, no llegaría a consumarla antes de eyacular. ¡Y tenía que hacerlo!

Mientras me acercaba a aquel culo invitador, busqué en mi mente nuevas tragedias que me aislasen del placer prohibido que tenía que doblegar como fuera.

Me acordé del día en que, trabajando en una película del Oeste, me caí del caballo y me partí la pierna. El dolor de la fractura fue horrible. Sobre todo, cuando me llevaban hacia la ambulancia los compañeros, y la pierna rota se balanceaba con la carrera desenfrenada. Llegué a perder el conocimiento, debido al espantoso dolor.

Desde entonces, cada vez que lo recordaba se me ponía el vello de punta. Pero ahora necesitaba recordarlo mejor, con más viveza, mientras acoplaba la roja cabeza de mi pene sobre el casi invisible agujerito y empujaba con fuerza.

Al tiempo que se abrió la puerta elástica para dejar paso a mi miembro en la cálida caverna, la sensación de dolor en mi pierna balanceante y quebrada casi me hizo gritar. Y al moverme hacia dentro y hacia afuera, penetrando en el cuerpo de la «directora» que me aprisionaba salvajemente, creí verme en brazos de mis amigos, sintiendo los insoportables golpes de dolor.

Casi no me di cuenta de que ella gritaba también, pero de placer. No comprendí que se había corrido hasta que la vi desplomarse en el sillón, sollozando de gusto y arrastrando con ella mi pene —y a mí, claro—, que no podía salir tan fácilmente del apretado estuche.

—Se está usted portando muy bien —me dijo—. No soy una mujer caliente, pero me ha hecho llegar al orgasmo. Y usted sigue aguantando.

—No sé ni cómo —confesé, con los nervios destrozados por la lucha.

Ella tiró de su culo hasta sacarse el miembro que la penetraba y comentó:

—Las mujeres tenemos la ventaja de que podemos permitirnos el gozar, porque no se nos nota exteriormente. Y porque podemos seguir amando y fingir que gozamos, aunque no sea así.

Se sentó en la mesa y se dejó caer de espaldas en ella, tendiendo sus brazos hacia mí. Volví a temer lo que cada vez era más difícil.

Venga —me dijo—. Túmbese sobre mí... Entre mis piernas... Deme besitos suaves en los pechos para que vuelva a desearle.

Lo hice, tratando de poner en mis besos el mínimo de pasión. Pero eso era casi imposible. Aquellos pechos blancos y sedosos me fascinaban. Sólo con rozar la piel con mis labios, me sentía lleno de fuego y de deseos.

—En los pezones —me ordenaba ella—. Muérdamelos con cuidado... Así...

Otra vez estaba yo explotando. Y se me acababan los recursos dramáticos. Y las fuerzas. Y las ganas de luchar. Sólo deseaba subirme sobre ella y penetrarla y golpearla hasta desfallecer.

—¿Se ha dado cuenta de que no me ha hecho nada en mi agujerito grande? —se lamentó, ya entre suspiros, mi torturadora y deseable «jefe»—. También me gusta que me den besitos...

Y me empujaba hacia abajo, resbalando sobre su cuerpo, hasta que me vio delante de la entrada pelada de sus placeres.

—Primero en los labios... —la obedecí, temblando de excitación—. Y con la lengua... Arriba... Adentro...

Su voz se iba haciendo más ronca, más angustiosa, cada vez que me pedía que avanzara hacia su vagina con mi lengua. Y pataleaba de gozo y gritaba locamente cuando me metí hasta donde llegaba, golpeándole las húmedas paredes.

—¡Eso me vuelve loca! —gemía, desgarradamente—. ¡Eso me mata!

A mí sí que me mataba. A mí me estaba haciendo sentir al borde de la desesperación. Pero volví a acordarme de mi casero, de mi situación desesperada, de mi madre muerta, de mis hermanitos inconsolables, de mi pierna rota, de cuando tuve paperas...

Nada era bastante ya por si solo. Necesitaba vivir la tragedia de todos los niños que mueren en el mundo por inanición, para liberarme de aquel fuego que me abrasaba y que pedía a gritos un orgasmo.

Y ella, gritando:

—¡Métemela ahora!... ¡Hazme correrme con tu preciosa cosa!

Y levantó sus piernas, hasta ponérmelas sobre mis hombros, de forma que sólo tuve que empujar un poco y mi pene ansioso se coló dentro, sin ningún esfuerzo.

—Fuerte... ¡Fuerte! —me exigía, incapaz de aguantarse más.

Y yo, a cada penetración, pensaba que sería la última antes de eyacular. No sé qué dioses o qué musas se apiadaron de mi sufrimiento, pero lo cierto es que una fuerza sobre humana me hizo detenerme tras el nuevo orgasmo de ella, sintiendo que mi pene seguía allí dentro entero y tan duro como al principio.

Aquello, dentro de mi frustración y del martirio a que había sido sometido, me produjo una alegría tan grande que sentí ganas de echarme a reír.

Ella se incorporó, sonriente.

—¡Bravo! —me dijo—. Se ha portado usted formidablemente.

Yo estaba que no cabía en mí de gozo.

—¿Cuál es la tercera prueba —pregunté, dispuesto ya a tirarme por el balcón, si fuera preciso

La «directora» tomó una regla de un cajón de la mesa, comentando:

—Sólo falta la medida de su miembro.

Y puso la regla a lo largo de mi —aún no sé cómo— erecto pene.

Su exclamación desilusionada me alarmó.

—¿Qué pasa?

—¡Vaya!... Mala suerte. ¡Le faltan a usted tres centímetros para dar el mínimo exigido por nuestro productor!

—Bueno, ya sé que no es muy larga, pero...

—Lo siento —murmuró ella—. Es imprescindible dar los dieciocho centímetros.

¿Se lo imaginan? ¡Sin trabajo! Con los nervios deshechos y obligado a enfrentarme al desahucio. ¡Y ni siquiera había podido disfrutar de aquellas dos horas de erotismo trágico!

Momentos después, en los servicios de una cafetería próxima, me masturbaba furiosamente, mientras maldecía entre dientes mi cochina suerte.

¡Para suicidarse!

Te puede interesar

Subir